Alejandra Dabel recupera la historia de los marineros británicos que en 1742 naufragaron en la playa hoy conocida como Varese. "La arena oculta muchos más secretos de los que imaginamos", escribe la autora.
Por Alejandra Dabel (*)
El agua estaba fría, pero la costa prometía algo parecido a la salvación. Corría el año 1742 y la goleta inglesa –maltrecha, vencida por la tormenta y la desdicha– se acercaba peligrosamente a la costa. Desde la cubierta, los hombres vieron tierra: una bahía abrupta, con acantilados bajos y una playa rústica, apenas una curva entre médanos y vegetación espesa. No había faros, ni muelles, ni asentamientos. Solo gaviotas, espuma, y un cielo encapotado que no prometía clemencia.
Uno a uno, se lanzaron al mar. Con la ropa empapada y los pulmones ardiendo nadaron a ciegas hacia la orilla. Algunos no llegaron. Otros emergieron cubiertos de arena y silencio. En algún punto de esa playa anónima, los ingleses –piratas para algunos, marinos con patente de corso para otros– tocaron tierra firme sin saber que acababan de fundar, sin quererlo, una leyenda.
Trece hombres lograron llegar a la playa, exhaustos pero vivos. Después de días a la deriva, por fin encontraron algo para alimentarse. La necesidad los obligó a dividirse: cinco regresaron a la goleta para guardar provisiones, mientras los ocho restantes se quedaron en tierra cazando y recolectando.
Pero la naturaleza tenía otros planes. Cuando el grupo que se quedó intentó volver al barco, una sudestada se lo impidió. Grandes olas y azotaban la playa. La goleta quedó fuera de su alcance, balanceándose impotente en la tormenta. Aislados, los ocho quedaron condenados en la playa, con el viento que gemía en sus oídos y el futuro cubierto de niebla y de sal.
Los que habían vuelto a la goleta vieron cómo la tormenta crecía, y con ella, la incertidumbre. Tras horas de lucha contra el viento y las olas, tomaron una decisión que cambiaría para siempre el destino de sus compañeros: se marcharon.
En la arena, la noticia corrió como un incendio silencioso. La bronca y la desesperación se mezclaron con el salitre y el miedo. Los ocho, abandonados a su suerte, comprendieron que no sólo debían enfrentar al mar y a la naturaleza, sino también al desamparo más cruel: el de la traición y el olvido. Encontraron refugio en una cueva entre las piedras, un escondite natural que los protegía del viento y la lluvia. Desde allí, organizaron su día a día: cazaban pecaríes entre la maleza espesa, pescaban en las pozas formadas por la marea y recolectaban lo que la tierra les ofrecía. Pasaban los meses y la lucha por sobrevivir los mantenía firmes, aunque el horizonte se presentaba incierto.
Sabían poco del mundo que quedaba más allá de esa costa indómita. Solo entendían que Buenos Aires estaba al norte y que llegar hasta allí era un riesgo mortal. Ser piratas ingleses los convertía en enemigos de la corona española, y el simple intento de cruzar tierras bajo control español significaba la captura segura, o peor. Por eso, trazaron un plan menos arriesgado, al menos en su mente: llegar por tierra hasta Brasil, la tierra prometida que imaginaban más hospitalaria, aunque distante. Así, con paso vacilante, iniciaron la marcha. Recorrieron cerca de 150 kilómetros entre médanos y cortaderas, guiados por instintos y mapas mentales imprecisos. Pero la inseguridad fue más fuerte que la determinación. Incapaces de asegurar que iban por el camino correcto, decidieron regresar a la playa que les había dado refugio, cargando con el cansancio y el peso de la duda.
Habían pasado casi diez meses desde que quedaron abandonados en la playa. Cada día era un desafío constante, pero la rutina les daba un débil sentido de orden. Sin embargo, una tarde, al volver de una cacería, encontraron el refugio convertido en una escena de pesadilla: dos de sus compañeros habían sido asesinados, otros dos estaban desaparecidos, y la cueva saqueada, vacía y silenciosa. La evidencia no dejaba dudas: un malón había irrumpido en su santuario.
El horror y la impotencia se mezclaron con la certeza de que no podían quedarse más. Al día siguiente, los cuatro sobrevivientes tomaron una decisión: partir nuevamente hacia Buenos Aires, sin más alternativa que enfrentarse a lo desconocido y a la posible captura, con la esperanza de que la rendición les ofreciera una última oportunidad.
Emprendieron el viaje siguiendo la línea costera. Al llegar a los cangrejales de la Bahía de San Borombón, la incertidumbre volvió a pesarles. La vastedad del territorio y la amenaza invisible que parecía acechar en cada sombra los hizo desistir; decidieron regresar.
Pero el destino les tenía preparada un último desafío. En el camino de vuelta, fueron interceptados por una tribu bajo el mando del cacique Cangapol. Sin posibilidad de defensa, fueron capturados y vendidos como esclavos. Pasaron de mano en mano, sin destino ni nombre, como si nunca hubieran existido. Solo uno de ellos, que terminó en Montevideo, logró alistarse en un barco inglés, pudo volver a Londres y, cuatro años más tarde, escribir sus memorias.
Durante años, esta bahía marplatense fue conocida como Playa de los Ingleses. Nadie tenía muy en claro por qué, pero tampoco parecía importar demasiado. La historia –como tantas otras– quedó enterrada bajo la arena y el olvido conveniente. Hasta que, en algún momento del siglo XX, pareció más decoroso vestirla con un nombre más presentable, más europeo, menos pirata: Varese, como el empresario italiano que supo instalar allí su complejo hotelero y gastronómico. Era más glamoroso recordar a un hombre de negocios que a un puñado de bandidos maltrechos abandonados por su propia tripulación.
Claro que todo eso –la goleta astillada, los ingleses temblando de frío, los secretos hundidos entre las piedras– ocurrió mucho antes de que alguien decidiera urbanizar la costa. Mucho antes de las escolleras prolijas, los kayaks, las bananas inflables y los parlantes portátiles escupiendo RKT. En aquel entonces, la playa era apenas una bahía salvaje. Hoy, donde alguna vez esos hombres lucharon por su vida, se alquilan reposeras y se venden churros. Y si queda algo de misterio, está enterrado bajo la arena y las carpas.
Desde lo alto del Torreón –ese centinela que aún insiste en posar para postales– se despliega una bahía dócil, casi sumisa. Las escolleras abrazan la curva de la playa como brazos cansados. Las sombrillas, prolijamente dispuestas, recuerdan un jardín artificial: repetición, simetría, obediencia. Donde antes había rocas salpicadas de mejillones, ahora hay decks plastificados, barandas de acero inoxidable, y una promesa de orden. Los edificios espían desde atrás, como si el solo hecho de mirar el mar les otorgara algo del encanto que perdieron en su camino hacia arriba.
A media mañana, Varese es un teatro costumbrista con decorado marítimo. Hay señoras que bajan con pantuflas y termo, como si fueran al fondo de su casa, y jóvenes que entrenan con el torso desnudo y la mirada fija en su reflejo, más que en el horizonte. Un señor de bigotes y mirada triste vende pochoclos desde hace treinta años sin modificar el carro ni el repertorio. Una chica medita frente al mar con auriculares inalámbricos. Varese no recuerda. O finge no recordar. La memoria, en las costas, se le parece mucho al agua: viene y va, se retira, vuelve distinta. Tal vez por eso, cada tanto, una marea se sale del libreto e invade los balnearios, una sudestada sopla con más fuerza que de costumbre y rompe los muros bajos que no llegan a contener la fuerza de mar, o nos hipnotiza la presencia de una ballena golpeando con su cola la superficie. Y en esos gestos mínimos, a veces imperceptibles, la playa –que parece tan domesticada– deja filtrar una idea: la arena oculta muchos más secretos de los que imaginamos.
(*) Alejandra Dabel nació en Mar del Plata en 1983. Es docente de profesión, directora de espectáculos de teatro y danza, guía naturalista y de patrimonio histórico. Apasionada por los viajes, recorre el país en busca de paisajes, historias y personajes que nutren su escritura. Publicó cuentos y textos de no ficción en antologías. “La máquina de hacer feliz” es su primer libro de cuentos. Actualmente, se encuentra preparando un segundo volumen y trabajando en una novela.